Orígenes de la Revolución Industrial en Inglaterra
Después de siglos de estancamiento en Europa, el crecimiento económico volvió a encontrar perspectivas muy favorables. La Revolución Industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII, al cambiar las condiciones de producción, indujo un enriquecimiento espectacular que se fue generalizando con el correr de los años.
Un buen índice de este crecimiento fue su producción de hierro: 60.000 ton. en 1780; 300.000 ton. en 1800 y 700.000 ton. en 1830.
Es el mayor cambio que ha conocido la producción de bienes desde 1800 en Inglaterra. La aparición de las máquinas, instrumentos hábiles que utilizan energía natural en vez de humana, constituye la línea divisoria entre dos formas de producción. La producción maquinista creó las condiciones para la producción y el consumo en masa, característicos de época actual, hizo surgir las fábricas y dio origen al proletariado.
La revolución industrial es el cambio en la producción y consumo de bienes por la utilización de instrumentos hábiles, cuyo movimiento exige la aplicación de la energía de la naturaleza. Hasta finales del siglo XVIII el hombre sólo había utilizado herramientas, instrumentos inertes cuya eficacia depende por completo de la fuerza y la habilidad del sujeto que los maneja. El motor aparece cuando se consigue transformar la energía de la naturaleza en movimiento. La unión de un instrumento hábil y un motor señala la aparición de la máquina, el agente que ha causado el mayor cambio en las condiciones de vida de la humanidad.
La aplicación de la máquina de vapor a los transportes, tanto terrestres como marítimos, tuvo una inmediata repercusión no sólo en procesos de comercialización, sino también en la calidad de la vida, al permitir el desplazamiento rápido y cómodo de personas a gran distancia.
La construcción de los ferrocarriles fue la gran empresa del siglo XIX.
La tecnología
A comienzos del siglo XVIII las telas que se fabricaban en Europa tenían como materia prima la seda (un artículo de lujo, debido a su precio), la lana o el lino. Ninguna de ellas podía competir con los tejidos de algodón procedentes de la India y conocidos por ello como indianas o muselinas. Para entonces, la producción de tejidos de algodón en Inglaterra era insignificante y su importación desde la India constituía una importante partida de su balanza mercantil. Para competir con la producción oriental se necesitaba un hilo fino y fuerte que los hiladores británicos no producían.
La primera innovación en la hilandería se produjo al margen de estas preocupaciones: Hargreaves, un hilador, construyó el primer instrumento hábil, la spinning-jenny (1763), que reproducía mecánicamente los movimientos del hilador cuando utiliza una rueca y al mismo tiempo podía trabajar con varios husos. El hilo fino pero frágil que con ella se obtenía limitó su aplicación a la trama de tejidos cuya urdimbre seguía siendo el lino. Continuó por tanto la fabricación de tejidos de lino y la productividad recibió nuevo impulso debido a las limitadas exigencias de la jenny en espacio y energía.
Pocos años después surgía la primera máquina, con la aparición de la estructura de agua de Arkwright (1870), que recibe su nombre porque necesitaba la energía de una rueda hidráulica para ponerse en movimiento.
Para entonces, Samuel Crompton había construido una máquina nueva, inspirada en las anteriores, conocida como la mula, y que producía un hilo a la vez fino y resistente. El grueso de un hilo se mide por el número de madejas de 768,1 metros (840 yardas) que se puede obtener con 453 gramos de algodón (una libra). Un buen hilandero podía fabricar 20 madejas y la mula comenzó duplicando esta cifra para pasar a 80 y poco después a 350, más de 268 km. El número de husos, que no pasaba de 150 en la primera versión, alcanzó los dos mil al cabo de unos años y todo ello se conseguía con el solo trabajo de un oficial y dos ayudantes. La exportación de tejidos británica se multiplicó por cien en los cincuenta años que siguieron a 1780.
A partir de la renovación de la hilandería se puso en marcha un proceso que condujo a la mecanización de todas las etapas de la producción de tejidos, desde la desmontadora de algodón, fabricada en América por Eli Whitney, hasta las máquinas que en Inglaterra limpiaban de cualquier impureza el algodón en rama (trabajo especialmente penoso por el polvo que levantaba), el cardado y la elaboración mecánica de los husos para la fabricación de hilo. Una vez fabricado éste, los telares mecánicos, desarrollados en Francia por Jacquard, sustituían ventajosamente a los manuales tanto por la rapidez como por la calidad.
El blanqueado de la tela, que llevaba varias semanas, se redujo a un par de días cuando al cambiar el siglo se descubrió un procedimiento químico a base de clorina. El estampado, que concluye el proceso, se hacía utilizando tacos de madera, que se aplicaban manualmente, hasta que en 1785 se encontró un rodillo que multiplicó la producción.
La demanda de energía que las máquinas textiles requieren fue satisfecha inicialmente recurriendo al método tradicional de las ruedas hidráulicas y las primeras fábricas se establecieron en las orillas de los ríos, tomando el nombre de molinos. La irregularidad de la corriente aconsejaba buscar una fuente independiente de energía. Las experiencias para conseguir un motor capaz de elevar el agua, mediante el vacío producido por la condensación del vapor, habían llegado, a mediados del siglo XVII, a una primera formulación, desarrollada por Savery en una máquina eficaz, aunque de escasa potencia y limitada aplicación.
Newcomen combinó la presión de vapor con la atmosférica para producir una máquina mucho más eficaz, aunque muy costosa por la cantidad de combustible que requería el calentar y enfriar sucesivamente el cilindro en el que se iniciaba el movimiento. En la universidad de Glasgow enseñaba Black, quien había descubierto la existencia del calor latente de vaporización, principio que venía a explicar la gran cantidad de agua que se necesitaba para conseguir la condensación del vapor.
Pero el doctor Watt fue quien dirigió sus trabajos para independizar las dos etapas del proceso (vaporización y condensación) de modo que no hubiera pérdida de energía. La construcción de un condensador independiente, que permanecía constantemente frío, en tanto el cilindro estaba siempre caliente, puso fin al despilfarro de carbón. La utilización de un cilindro de doble efecto permitió prescindir de la presión atmosférica en tanto la aplicación de altas presiones, sin las cuales no había posibilidad de aplicar el motor a un vehículo, se encuentra en el origen de la locomoción mecánica.
De entrada, la máquina de vapor vino a resolver el problema planteado por el drenaje de las minas y, junto con la lámpara de seguridad de Davy (1815), permitió abrir pozos cada vez más profundos y explotar aquellos que habían sido abandonados por las dificultades y riesgos que implicaba la explotación.
En cuanto al hierro, su demanda estaba limitada por la dificultad de transformar el mineral. éste se presentaba combinado con oxígeno cuya eliminación se realizaba mediante combustión en altos hornos. La masa fluida que se obtenía en la parte inferior estaba llena de impurezas que eran eliminadas mediante el afinado, que le quitaba el carbono sobrante, y el forjado, en el que los golpes de un martillo hidráulico permitían homogeneizar su estructura.
La primera línea de mejora consistió en la sustitución del carbón por el coque, que se obtiene mediante la combustión incompleta del carbón para separar el sulfuro y el alquitrán. La utilización de coque en la producción de hierro se realizó con éxito a comienzos del siglo XVIII por Abraham Darby, pero sólo se generalizó en la segunda mitad del siglo.
Una nueva técnica para mejorar la calidad del lingote fue el pudelado, en el que la fusión se realizaba manteniendo separado el carbón del mineral. El acero es el hierro sin otra impureza que uno por ciento de carbono; hasta entonces se había conseguido en pequeñas cantidades utilizando como materia prima un mineral de excepcional pureza. La fundición del hierro en un crisol y a más altas temperaturas permitió la producción masiva de acero y con ella la satisfacción de toda clase de demandas procedentes de la propia industria.
Los cambios en la agricultura
El parlamento inglés, durante el transcurso del siglo XVIII, permitió cercar las fincas en el campo abierto. El gasto que demandaba esta operación favoreció a los hacendados más ricos y permitió la aplicación de nuevas técnicas para incrementar la productividad agrícola. Se empezó la rotación de cultivos suprimiendo el sistema anterior de barbecho, se mejoraron las especies ganaderas gracias al cruce de ejemplares seleccionados, se generalizó el cultivo de nuevas especies, se mecanizaron las labores del campo, se aumentaron las superficies cultivables desecando pantanos, y se logró un rendimiento mayor con la utilización de abonos.
El ejemplo de Inglaterra fue seguido por los países europeos cuya producción agrícola se duplicó entre 1840 y 1914. Durante la misma época, en los extensos territorios de los Estados Unidos, Canadá, Australia y Argentina se generalizó el cultivo de cereales o la crianza de ganado, convirtiéndose estos países en los abastecedores de Europa y del mundo entero. En los países tropicales se intensificaron las plantaciones de caña de azúcar, café y otros productos alimenticios, de algodón y de otras materias primas que abastecieron las industrias europeas.
El crecimiento demográfico y su interrelación con el desarrollo urbano
La mejor alimentación, resultante de la diversificación y de los mejores rendimientos de la agricultura, permitió disminuir la mortalidad infantil y alargar la vida de los europeos. A ello también contribuyeron los progresos de la medicina, especialmente el descubrimiento y la aplicación de la Vacuna para atajar las epidemias periódicas que diezmaban la población.
Los europeos casi se triplicaron en el transcurso del s. XIX, siendo su crecimiento más notorio en los países industrializados. Este aumento demográfico estuvo estrechamente unido al despegue industrial, pues al elevarse la población se contó con abundante mano de obra y un amplio mercado de compra que garantizaron las ganancias indispensables para nuevas inversiones. El mejoramiento tecnológico de la actividad agrícola liberó mano de obra y se produjo el éxodo rural hacia los centros industriales. Las antiguas ciudades fueron adquiriendo una nueva fisonomía, pues la aparición de las fábricas y la aglomeración demográfica impusieron cambios urbanísticos por las urgentes exigencias de distribución de agua, servicios de alcantarillado, transportes, parques y lugares de esparcimiento.
La organización del trabajo y los problemas sociales
Las transformaciones económicas que originó la Revolución Industrial alteraron las estructuras sociales vigentes desde la Edad Media. En las zonas rurales, el campesino se desvinculó del señorío feudal y se convirtió en un jornalero cuyo trabajo se retribuyó con un salario. En las ciudades, el artesano que trabajaba su propio taller se trasladó a las fábricas en calidad de obrero asalariado y pasó a depender del propietario de las máquinas. Esta nueva situación constituyó el germen de las alteraciones campesinas y de las revoluciones obreras que acontecieron durante la segunda mitad del s. XIX en Europa.
Segunda revolución industrial
Entre los años 1880 y 1914, el desarrollo industrial se extendió a nuevos países y adquirió un ritmo acelerado. Este fue de tal magnitud que muchos historiadores han denominado este período como el de "la segunda revolución industrial".
El progreso científico y la aplicación tecnológica
Como vimos, las industrias textiles y siderúrgicas fueron las primeras en desarrollarse. Los ingleses contaban con abundante algodón proveniente de la India a bajo precio, por lo que crearon grandes manufacturas textiles que terminaron por desplazar al lino y a la lana en la confección del atuendo entre los europeos. Para ello, desde mediados del s. XVIII, contaron con la progresiva aparición de nuevos inventos que facilitaron una rápida y abundante producción.
Se comenzó con el descubrimiento de la lanzadera volante, siguieron los diversos tornos de hilar que permitieron a un obrero trabajar varios husos a la vez, continuaron con el telar mecánico y se combinaron de tal forma estos diversos inventos que la cantidad de productos fabricados superó ampliamente la demanda tradicional. Esta situación convirtió a Inglaterra en un país exportador y en el verdadero taller del mundo en la primera mitad del s. XIX.
El invento y la aplicación de la máquina a vapor abrió enormes posibilidades al desarrollo tecnológico que no dejó de progresar durante todo el s. XIX.. A fines del siglo, el alemán Daimler inventó el motor de combustión interna; entre 1900 y 1914, el automóvil y el avión se perfeccionaron gracias al motor Diesel. Al mismo tiempo, la electricidad empezó a utilizarse con fines industriales. Los estudios científicos, estimulados por los gobiernos en las universidades y financiados por las empresas, lograron obtener algunas materias con procedimientos químicos realizados en los laboratorios. Estos nuevos productos, como el caucho y el salitre sintético, abrieron un campo ilimitado al desarrollo científico y tecnológico.
El avance de los medios de comunicación
Uno de los acontecimientos más destacados durante la segunda mitad del s. XIX, fue la población y colonización de nuevas tierras. Trece millones de europeos se desplazaron a los Estados Unidos, otros se dirigieron a Australia y al algunos países de Sudamérica. California y Australia ejercieron especial atractivo sobre los buscadores de oro. Este sorprendente movimiento migratorio se pudo realizar porque los transportes se abarataron y facilitaron a los campesinos, que no encontraban trabajo en las ciudades europeas, el traslado a tierras donde existían mejores expectativas laborales. En 1869, se abrió el Canal de Suez que acercó Europa al Lejano Oriente; más tarde, se construyó el ferrocarril en el Istmo de Panamá y, finalmente, se construyó en 1914 el canal que une el Atlántico con el Pacífico.
La aplicación de la fuerza del vapor a la navegación que iniciara Fulton en 1807 y la generalización de la hélice desde 1885 aumentaron las posibilidades de carga y de velocidad en el tráfico marítimo. Los meses que se tardaban para viajar entre dos puntos se redujeron a semanas. El ferrocarril, de invención más tardía, trajo similares consecuencias y se erigió en el símbolo del progreso. Puso en contacto las zonas rurales interiores con las ciudades costeras y permitió unir las regiones más distantes de los extensos estados que surgieron en la segunda mitad del s. XIX. Los ferrocarriles que unieron Moscú con Vladivostock en el imperio ruso, y el transoceánico que unió Nueva York con San Francisco, dieron vida a inmensos y productivos territorios continentales.
La información se vio también favorecida por nuevos sistemas: el telégrafo eléctrico, iniciado en 1844 y el teléfono en 1876, se unieron al sistema de franqueo postal introducido desde 1840. Todos estos adelantos contribuyeron al acortamiento de las distancias y al mejor aprovechamiento del tiempo, acercaron a los hombres y cambiaron las relaciones económicas entre los pueblos y las empresas.
El apogeo del capitalismo
El nuevo sistema industrial exigió un cambio en el mundo de las finanzas. Las antiguas sociedades integradas con capitales familiares fueron cediendo ante la aparición de las grandes sociedades anónimas, indispensables para costear los gastos que demandaban la fabricación de las máquinas y la construcción de los ferrocarriles. Gracias a esta concentración del capital, se formaron los grandes bancos internacionales y el crédito permitió emprender obras cada vez más costosas y más rentables. Así se fue afirmando progresivamente a lo largo del s. XIX un sistema económico en el que la dirección de las empresas pertenecía exclusivamente a los poseedores del K: el capitalismo. A ello colaboraron diversos factores: la libertad de enriquecimiento que benefició a quienes poseían la capacidad empresarial, la economía de mercado basada en el libre juego de la oferta y la demanda en la fijación de precios y salarios, así como la formación de las nuevas sociedades anónimas capaces de concentrar el capital indispensable para financiar los elevados costos del maquinismo
Las trasformaciones sociales
La revolución industrial tuvo hondas repercusiones en la sociedad. La burguesía desplazó definitivamente a la nobleza como clase rectora en los países occidentales. Los Lores ingleses, sin abandonar su carácter y conservando algunos de sus privilegios, se mezclaron con los burgueses y compartieron con éstos las ventajas del auge económico. En Francia y los Países Bajos la nobleza desapareció como grupo privilegiado. En Alemania, los nobles tuvieron que conformarse con hacer carrera en el ejército y en la diplomacia. Solamente en Rusia, escasamente industrializada, mantuvieron sus privilegios hasta el s. XX. En cambio, la burguesía —integrada por los empresarios industriales y los banqueros (alta burguesía), por profesionales como médicos, ingenieros o abogados, y por los comerciantes y pequeños empresarios (mediana y pequeña burguesía)— impuso su concepción de la vida, sus costumbres y valores. Estos giraron en torno a la riqueza y exaltaron las virtudes del ahorro metódico, de la constancia en el trabajo y del respeto del orden establecido.
El campesinado, arrojado del campo por la creciente mecanización de las actividades agrícolas, emigró a las ciudades y, junto al artesano empobrecido por el nuevo sistema fabril, dio origen a la nueva clase social: el proletariado obrero.
El proletariado y la cuestión social
La concentración fabril agrupó a los trabajadores, les hizo sentirse solidarios de sus problemas y tomar conciencia de los mismos para buscarles solución. El proletariado se encontró sometido a duras condiciones que empezaron a conocerse gracias a los informes de médicos y sociólogos a partir de 1830. El trabajo se realizaba en jornadas superiores a las 15 horas diarias en fábricas inhóspitas. Algunos empresarios preferían, por razones de economía, contratar a mujeres y niños. El salario se regía por la ley de la oferta y la demanda, era bajo e inseguro. Tampoco existían leyes de previsión social ni sobre accidentes del trabajo. En ciertos casos, las condiciones de las viviendas obreras eran insalubres y favorecían las enfermedades.
El estado burgués, imbuido de la ideología liberal, consideraba que toda intervención para solucionar los problemas surgidos entre el capital y el trabajo era inútil, perjudicial e injusta, porque en toda actividad debían respetarse las leyes naturales y no limitar la libertad de los individuos. Aunque en Inglaterra, en 1802, se prohibieron los horarios que excedieran las 12 horas, y en 1819 el trabajo de niños menores de 10 años, solamente a mediados del siglo los gobiernos publicaron las primeras leyes sociales favorables a los obreros. Estas disposiciones fueron resultado de la presión de algunos intelectuales cuyos escritos despertaron un sentimiento humanitario, y de los movimientos organizados de los trabajadores. Las primeras fueron las diversas corrientes del "socialismo utópico". Entre sus exponentes se destacaron : Saint-Simon, Fourier, Proudhon, Owen.
La ideología marxista
En cambio, el socialismo "científico", como lo denominó Karl Marx (1818-1883), se decidió abiertamente por la acción política. En 1848, este ideólogo alemán de origen israelita publicó, con la colaboración de Federico Engels, el Manifiesto del Partido Comunista. En él aparecen los principios de la ideología marxista y los fundamentos de su acción: materialismo histórico, lucha de clases, organización internacional de los obreros y opción deliberada por la revolución como instrumento para conquistar el poder e implantar el régimen comunista. En obras posteriores, Marx completó la exposición de su programa socio-político, pero el "Manifiesto", por su estilo apasionado y su vibrante espíritu revolucionario, es el escrito que mayor repercusión ha tenido entre los sectores obreros de la época.
En 1864, se organizó la "Primera Internacional Obrera" para impulsar la lucha revolucionaria en todos los países. Esta asociación no pudo mantener su unidad por la escisión que se produjo en 1872 debido a la corriente anarquista que dirigía el ruso Bakunin. El anarquismo deseaba suprimir el estado burgués liberal y capitalista; pero se oponía también a la instalación de un estado socialista. Propiciaba la máxima libertad de acción, por lo cual propugnaba la abstención política y la huelga para combatir al capitalismo. La Segunda Internacional, creada en 1889, no pudo superar el nacionalismo de los partidos socialistas que la integraban e hizo crisis al estallar la guerra de 1914.
La respuesta de la Iglesia
La Iglesia, conforme al mandato de Cristo, siempre ha mantenido obras asistenciales para ayudar a los pobres y menesterosos. Desde su fundación ha contado con numerosas congregaciones destinadas a la ayuda caritativa del prójimo más necesitado. Por esta tendencia tradicional, en el seno del cristianismo, no faltaron desde comienzos del s. XIX las denuncias de algunos católicos contra las injusticias del sistema capitalista y la condena al escándalo de los salarios ínfimos y a la duración excesiva de las jornadas de trabajo. Entre 1835 y 1848 varios obispos franceses e italianos invocaron la intervención legislativa en defensa del bien común y en favor de los más débiles. Incluso en 1831, y posteriormente en 1848, algunos pensadores como Lacordaire y Ozanam trazaron un programa de legislación en defensa de los niños, de los enfermos y de los ancianos, propusieron la formación de comités mixtos para dirimir los pleitos entre el capital y el trabajo y, finalmente, exigieron el reconocimiento del derecho al trabajo.
En el plano práctico, el mismo Federico Ozanam organizó en 1833 "Las Conferencias de San Vicente de Paul" para socorrer a los pobres y a los enfermos. En 1840 surgió la "Sociedad de San Francisco Javier" que creó escuelas para los obreros y una oficina de colocación para los cesantes. Don Bosco, entre 1841 y 1854, echó las bases de los oratorios y de las escuelas profesionales y, pocos años más tarde, el beato Luis Orione creó la heroica fundación de Cottolengo.
Monseñor Emmanuel von Ketteler, obispo de Maguncia, dio un paso adelante con sus sermones en la catedral durante el año 1848, y con la publicación en 1864 sobre "La cuestión social y el cristianismo". En ambas ocasiones planteó la acción social como una exigencia de justicia y no solamente como caridad asistencial.
No todos los sectores católicos coincidieron con estos planteamientos, se realizaron numerosos estudios sobre el tema y se suscitaron acaloradas polémicas. Sin embargo, unos 40 años después, las corrientes del catolicismo social representadas por Ketteler fueron confirmadas oficialmente en 1891 por el Papa León XIII en su encíclica Rerum Novarum. Este documento pontificio ratificó: el derecho a la propiedad privada y la función social de ella, la obligación aunque limitada que le incumbe al Estado de promover la prosperidad pública y privada, los deberes de los obreros para con sus patrones y sus derechos a un salario suficiente para vivir con dignidad. Consagró así el aspecto humano y personalista del trabajo y la condenación de la lucha de clases, aunque invitó a los obreros a organizarse en asociaciones para defender sus derechos e intereses.
Link de consulta:
http://www.profesorfrancisco.es/
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